Imaginario social y discurso psicoanalítico.

Por Rómulo Aguillaume Torres.

Quizás el título de mi trabajo podría haber sido la crisis del psicoanálisis en la postmodernidad y haberme sumado así, a la enésima reflexión sobre el tema. Decir que el psicoanálisis está en crisis no es decir mucho, la crisis del psicoanálisis es una parte de su identidad. El psicoanálisis siempre fue una disciplina en crisis, lo que, entre otras cosas, condicionó su marginalidad y su fuerza y hoy únicamente tendríamos que señalar en que consiste esa crisis, en algunos aspectos distinta a las anteriores y que, desde luego, no podemos despachar con el argumento de la resistencia al psicoanálisis únicamente.
En El libro negro del Psicoanálisis, si tuviéramos la paciencia de leerlo, encontraríamos muchas de las críticas posibles, algunas ya antiguas, pero que en definitiva marcan los niveles donde la supuesta crisis del psicoanálisis es más evidente:

  1. Como modelo teórico donde la neurociencia parece tener la última palabra.
  2. Como praxis clínico terapéutica donde lo conductual y la farmacología también tienen la última palabra.
  3. Por último, y lo que más se acercaría al tema de esta mesa: el discurso psicoanalítico ha dejado de ser subversivo al no encontrarse con una sociedad que, como a la que se dirigió Freud, cercenaba el campo de lo sexual.

Tres niveles críticos que salvo el último, han acompañado al psicoanálisis desde sus orígenes. El primero, que el modelo teórico es insolvente, a demostrar lo cual se dedicaron los distintos epistemólogos, desde Nagel a Grumbaun. La neurociencia parece el último constructo teórico y algunos psicoanalista se unen a ello de forma que ya hay algo que se llama neuropsicoanálisis, intento de abrazar ambas disciplinas y que en opinión de Eric Laurent (2000, p.66) puede ser el abrazo de la muerte. Y que el psicoanálisis no cura, que vienen repitiendo psiquiatras y conductistas desde su inefable teoría de la cura. Y la última y actual, a la que quiero centrar este trabajo, que el discurso psicoanalítico ha dejado de ser subversivo porque se encuentra con una sociedad, llamada postmoderna- a la que en buena parte ha contribuido a crear- reacia a ese discurso, por producir sujetos inaccesibles a la praxis psicoanalítica.
La necesidad de que lo social ocupe el lugar que le corresponde en la formación de la subjetividad no quedó resuelto con el celebre pasaje de Freud (1920): En la vida anímica individual- nos dice Freud- aparece integrado siempre, efectivamente, el otro, como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado». El problema es como se integra el otro y a que se integra, quiero decir que la integración de los múltiples condicionantes en que el sujeto se encuentra: imaginario social, clase, tradición cultura, raza etc. deben hacerse posibles en el método, objeto y metapsicología psicoanalítica, esto es, que los supuestos paradigmas psicoanalíticos sean capaces de responder a las tensiones de lo social. En cualquier caso, “La socialización- dice Castoriadis- no es una simple adjunción de elementos exteriores a un núcleo psíquico que quedaría inalterado; sus efectos están inextricablemente entramados con la psique que sí existe en la realidad efectiva. Esto vuelve incomprensible la ignorancia de los psicoanalistas contemporáneos respecto de la dimensión social de la existencia humana”. (Castoriadis …)
Considerar las teorías y métodos psicoanalíticos en su relación con el imaginario social va a seguir siendo un tema ineludible y que en términos más cercanos a la clínica lo podríamos plantear como pregunta: “¿Cómo puede verse en el desarrollo del niño un proceso natural y, al mismo tiempo, la historia social de su formación? La tensión entre lo natural y lo sociocultural ha sido un buen referente que ha hecho evolucionar el psicoanálisis y enriquecerse en un gran número de corrientes y escuelas, que reflejan en su nacimiento y desarrollo las influencias de lo social y el cambio de sus imaginarios y, por otra parte los cambios internos que han alcanzado a su propio método. Crisis social y crisis del método marcan lo que para algunos es la crisis del psicoanálisis y para otros simplemente un nuevo momento de su desarrollo. En palabras de Jorge Ahumada, “La llamada “crisis del psicoanálisis” deriva de una crisis del pensar acerca de si en la sociedad global, crisis en cuya génesis juega un papel principal el pasaje desde la aculturación en el medio familiar y la cultura de lo escrito hacia la aculturación de los medios visuales, esto es, en realidad más y más “virtuales”. Y la otra causa de la crisis está en la actitud de las sociedades psicoanalíticas que difunden y banalizan los conceptos y abandonan el método. Hasta aquí la opinión de Ahumada.
También Cornelius Castoriadis desde posiciones epistemológicas distintas coincide en el diagnóstico social en su incidencia sobre el psicoanálisis. En este caso la aculturación se expresa como la ausencia de un imaginario social que facilite identificaciones que estarían en la base de la reflexibilidad, esto es de la función del pensamiento.
La crisis de la modernidad, de su imaginario y de sus significaciones y del sujeto antropológico que produjo ha marcado profundamente tanto el lugar que ocupa actualmente el psicoanálisis, los modelos teóricos en que se apoya y la práctica en que se sustenta. Crisis de la modernidad que podríamos resumir como el fallo en la credulidad ante el progreso y la verdad científica.
François Lyotard, definió la postmodernidad: “Simplificando al máximo- escribe Lyotard- defino lo postmoderno como la incredulidad ante las metanarraciones”. Y como ya sabemos, el conocimiento científico como fundamento del progreso y de la emancipación es la principal “metanarración” que queda cuestionada.
El objeto del conocimiento científico queda cuestionado y el proyecto epistemológico clásico cambia: “el campo de la epistemología clásica tal y como la entendemos en la actualidad surge de la idea de que la mente es capaz de crear representaciones que reflejen de forma exacta lo que está ahí afuera; el conocimiento pues, es posible en tanto la mente crea representaciones exactas al mundo exterior. (…) Pero esta idea básica, centro del proyecto epistemológico no es ya aceptada por muchos autores que consideran que “hay que abandonar la noción del conocimiento en cuanto representación exacta, que resulta posible gracias a procesos mentales especiales e inteligible gracias a una teoría general de la representación”. El problema es que sin ese imaginario de verdad y progreso, impregnándolo todo habría que preguntarse cual sería su sustituto. Para algunos la respuesta ya es conocida y esta entre nosotros: hemos pasado de un imaginario donde la verdad era posible a un imaginario donde la eficacia viene a ocupar su lugar. En tiempos de Freud el psicoanálisis era cuestionado desde criterios de cientificidad. En los tiempos actuales desde criterios de eficacia. El tipo antropológico ha pasado, del obsesivo meticuloso capaz de exterminar minuciosamente a millones de individuos, fundamentado en estudios profundos sobre la verdad empírica de la superioridad de tal raza, al individuo fragmentado de la postmodernidad. “…, en las condiciones de la postmodernidad, los sujetos se hallan constituidos en diferentes configuraciones con relación a las estructuras interpersonales de comunicación, las cuales promueven el uso defensivo de la negación y el antipensamiento. Opinan que vivimos en un mundo amenazador en el que la tecnología despersonaliza al individuo, el marketing vacía los objetos de significado y los sujetos se encuentran frente al constante dilema de discriminación entre lo que es real o irreal, dentro y fuera, la autenticidad y la inautenticidad, etc. Dado que las formas sociales y culturales ofrecen muy poca contención emocional y estabilidad personal, la ansiedad y la desesperación se incrementan forzosamente- podemos ver con facilidad cómo los síntomas de ansiedad son cada vez más y más frecuentes en las consultas médicas y psiquiátricas-, y nuestros recursos internos para hacernos cargo del sufrimiento psíquico disminuyen. Ello comporta una excesiva identificación proyectiva, con incremento de los objetos extravagantes y una disminución del significado y de la capacidad para elaborar sentimientos y pensamientos.
Sin embargo no es esta una opinión compartida por todos. E. Roudinesco piensa que “el sufrimiento psíquico se manifiesta hoy bajo la forma de la depresión”, aunque termina, igualmente haciendo del pensamiento, de la ausencia de reflexión la causa de su malestar. Así, el paciente actual, nos dice Roudinesco, “pasa del psicoanálisis, a la psicofarmacología y de la psicoterapia a la homeopatía sin tomarse tiempo para reflexionar acerca del origen de su desdicha”.
En una primera conclusión, si es que podemos concluir algo diríamos que la sociedad postmoderna produce un sujeto que no piensa , que no reflexiona, posiblemente porque la importancia de la temporalidad ha cambiado. Decía Viñar ayer, en una entrevista libre y amigable que tuvo la bondad de concedernos, que el sujeto actual vive en un presente omnipresente, que lo anula todo, que el pasado no existe, que las nuevas tecnologías ponen al sujeto en condiciones de inmediatez, que el futuro ya no es un proyecto, ni el pasado una palanca de experiencia. Si esto ha cambiado así, o en parte ha cambiado así, quiere decirse que la función reflexiva del pensamiento va desapareciendo, y que el psicoanálisis en tanto acción reflexiva, se encuentra en precario. Yo no estaría tan seguro de todo esto. Creo que el sujeto postmoderno sigue pensando, sigue deseando y que lo que ha cambiado es el contenido de su pensamiento y los placeres de sus deseos y, que como psicoanalistas debemos captar estos nuevos cambios. Ahora ya no estamos en una sociedad de lectores- dicen- y el deseo queda obturado en una sociedad de consumo- también dicen. Bueno, pues esa es la sociedad en la que estamos y en la que debemos trabajar.
El imaginario social tal cual es conceptualizado por Castoriadis incide de lleno en el psicoanálisis en tanto es definido como un “magma de significaciones imaginarias sociales” encarnadas en instituciones. Como tal, regula el decir y orienta la acción de los miembros de esa sociedad, en la que determina tanto las maneras de sentir y desear como las maneras de pensar. “El imaginario social provee a la psique de significaciones y valores, y a los individuos les da los medios para comunicarse y les dota de las formas de la cooperación: Es así, no a la inversa.” Quiere decirse que no es el sujeto surgiendo de la conflictiva edípica o narcisista quien construye lo social, sino a la inversa, una sociedad que excreta individuos conformados según su imaginario.
Charles Taylor en su libro Imaginarios sociales modernos – en el que es capaz de no nombrar ni una sola vez a Castoriadis, nos presenta el imaginario moderno occidental como surgiendo a través “de ciertas formas sociales, características de la modernidad occidental: la economía de mercado, la esfera pública y el autogobierno del pueblo. Entre otras.” Precisamente todas ellas fallando en estos momentos.
Falla la familia, falla el discurso político, falla la economía (llamada de mercado) etc. Me referiré al fallo de la familia. Hace unos meses tuvimos unos encuentros en Madrid sobre la crisis de la familia o, mejor dicho sobre las nuevas familias, LA FAMILIA Y SUS VINCULOS. NUEVAS PARENTALIDADES, así se llamaban las jornadas. Fueron unas Jornadas donde inevitablemente surgió el tema de la familia en conflicto porque, al parecer el que los homosexuales se casen y puedan adoptar hijos es una señal inequívoca de que la familia está en crisis.
Algo no está en crisis cuando esta establecido y es inamovible y en el caso de la familia esto no ocurrió nunca: entre la familia romana y la familia actual hay una gran diferencia y no podemos decir que el sufrimiento psíquico dependieran de una u otra organización familiar. Por tanto no es la crisis familiar lo determinante, sí parecería serlo las condiciones en que los valores o, en terminología de Castoriadis, las significaciones imaginarias sociales, fallan en la presencia en que cualquier sociedad demanda para facilitar los procesos identificatorios. Se quiere decir, que los apuntalamientos del proceso identificatorio en sus entidades socialmente instituidas ya sea la familia, la escuela o el trabajo, son elementos claves en la constitución de la subjetividad. Para Castoriadis cada sociedad produce su propio mundo creando las significaciones, los valores que le son propias y que tienen una función triple: estructuran las representaciones del mundo en general, designan las finalidades de la acción, lo que se puede y no se puede hacer y, por último crea los tipos de afectos característicos de esa sociedad. Representaciones, finalidades y afectos producirían sujetos antropológicamente diferentes. La novela de Jonathan Littel, Las benévolas, nos muestra un tipo antropológico, Max Aue, que solo se podría dar en un momento histórico como el de la Alemania nazi. Pero Max Aue no es un sujeto enfermo desde el punto de vista psicopatológico, por mucha repugnancia que nos produzca su figura. Es un sujeto antropológico no un sujeto psíquico. El sujeto antropológico deviene de la sociología, es el sujeto social, mientras el sujeto psíquico es anterior y hunde sus raíces no solo en lo social.
Permítaseme comentar algo más sobre el sujeto, tal y como se concibe desde el modelo de Castoriadis y que si parece tener cierto interés desde el punto de vista del psicoanálisis.
Cornelius Castoriadis hace un intento por fijar el sujeto que el estructuralismo extravía. “Los discursos sobre la muerte del hombre y el fin del sujeto- nos dice Castoriadis- no fueron nunca otra cosa que la cobertura pseudo-teórica de una evasión de la responsabilidad- por parte del psicoanalista, del pensador, del ciudadano”. A partir de esta posición crítica y de la dificultad de pensar el sujeto en su totalidad, después de la pluralidad de sujetos que el psicoanálisis introduce con sus instancias psíquicas, Castoriadis se pregunta ¿puede formularse una noción del sujeto que las recubra a todas y que no sea simplemente formal, es decir, más o menos vacía? (Id.)
La subjetividad se expresa en una multitud de regiones donde impera el para si, esto es, donde la relación con el mundo se manifestará con una finalidad básica de preservar “la especificidad, el ser aparte”
en este sentido describe Castoriadis cuatro regiones donde ese para si de la subjetividad se manifiesta: el para si de lo viviente, de lo psíquico, del individuo social y de la sociedad. Cuatro regiones que interactúan entre si pero que permanecen autónomas. Quizás restaríamos complejidad a todo ello si lo tradujéramos como el concepto de autoconservación freudiano, pero lo que a mi me interesa resaltar es esta posibilidad de estudiar la subjetividad en distintos niveles de su manifestación, sobre todo lo que se refiere a la existencia de un sujeto psíquico y otro social. Así “…estamos siempre frente a una realidad humana en la cual la realidad social (la dimensión social de esta realidad) recubre casi totalmente la realidad psíquica. Y, en un primer sentido, el “sujeto” se presenta como esta extraña totalidad, totalidad que es y no es una al mismo tiempo, composición paradójica de un cuerpo biológico, de un ser social (individuo socialmente definido), de una “persona” más o menos consciente, en fin, de una psique inconsciente (de una realdad psíquica y de un aparato psíquico) el todo supremamente heterogéneo y no obstante definitivamente indisociable. De tal forma se nos presenta el fenómeno humano, es frente a esta nebulosa que debemos pensar la pregunta por el sujeto” (Id.).
Castoriadis contempla la dificultad de unificar todos estos sujetos, obvia esta dificultad y define el sujeto del psicoanálisis como meramente proyecto. La necesidad de una interpretación va dirigida a un alguien que todavía no existe “ya que aquello a lo que se apunta a través de una cura es la transformación efectiva de alguien, ni previsible ni definible de antemano…” (Id.) Aquí el sujeto debe advenir, así como antes lo era el Yo. “Este sujeto no es simplemente real, no está dado, debe ser hecho y se hace mediante ciertas condiciones y dentro de ciertas circunstancias. El fin del análisis es hacerlo advenir” (…) Este sujeto, la subjetividad humana, está caracterizado por la reflexividad (que no debe confundirse con el mero pensamiento) y por la voluntad o capacidad de acción deliberada, en el sentido pleno de este término”. (Id.)
Yo estaría de acuerdo solo a medias con este modelo de Castoriadis. La mitad con la que estoy de acuerdo es con la que concibe al sujeto como proceso y la mitad en la que estoy en desacuerdo es con que el fin del análisis pueda hacer advenir ese sujeto. Creo que esta concepción última del advenimiento de un sujeto se mantiene dentro de una lógica esencialista con la que el psicoanálisis, tanto freudiano como lacaniano, rompieron hace mucho tiempo. No es posible borrar la distancia que separa lo real de su simbolización, no es posible, pues, un sujeto real, un sujeto que pueda ser pensado más allá de su devenir. Y si debo ser sincero, tampoco sé si estoy muy de acuerdo con el concepto de proceso, que me da la impresión que se transforma en proyecto. No es lo mismo proceso que proyecto. Proyecto apunta a una finalidad, aunque se diga que es inalcanzable, y una finalidad tiende a obturar la distancia entre lo real de su simbolización. “Esta aspiración de abolirlo- nos dice S. Zizek- es precisamente la fuente de la tentación totalitaria. Los mayores asesinatos de masas y holocaustos siempre han sido perpetrados en nombre del hombre como ser armónico, de un Hombre Nuevo sin tensión antagónica”.
En cualquier caso, el sujeto psíquico por debajo del social y éste, recubriéndolo todo, nos devuelve una imagen donde el supuesto sujeto, del que nos habla Castoriadis, queda nuevamente sin sustantivar, pero sí delimitado en esferas e interrelaciones de gran valor heurístico.
¿Hasta que punto el sujeto psíquico puede sostener todo ese universo de significados que lo social pretende imponer? Es evidente que entre el sujeto social encarnado por Platón y el sujeto social actual hay enormes diferencias. Sin embargo ya no sería tan evidente la diferencia entre el sujeto psíquico en distintos momentos históricos. La evolución psíquica es muy lenta determinada posiblemente por factores biológicos, no así la evolución social. Quizá esa desarmonía sea la responsable de las dificultades psicológicas y de las llamadas enfermedades mentales. Quizás la compulsión a la repetición no sea más que la resistencia de lo psicológico a abandonar posiciones que el sujeto social plantea. O quizás el malestar en la cultura de Freud o el sujeto parlante de Lacan sean las expresiones del sufrimiento psíquico como característico del ser humano. La naturaleza impone límites a la cultura y ésta impone presiones a aquella. Este sujeto, que no es simplemente real que no está dado y que debe ser hecho y que se hace mediante ciertas condiciones y dentro de ciertas circunstancias, nos permite anticipar que las condiciones son las del método psicoanalítico y las circunstancias las del imaginario social. Circunstancias como el deterioro progresivo del socialismo real, desde los años sesenta y su culminación en la caída del muro, no llegaron, sin embargo a afectar a ese supuesto sujeto psíquico. No nos encontramos con olas de suicidios, como hubiera sido lo esperable, sino con cambios en el imaginario social: la fragmentación y el escepticismo de la posición postmoderna, esto es una ideología del desencanto intelectual surgida del fracaso de la utopía.
Para Freud el factor último, más allá del cual no es posible ir, es donde debemos buscar, como psicoanalistas, el referente de lo psíquico. Un factor social nunca es un factor último, siempre puede ser reducido a una vicisitud pulsional y estas, a su vez, serán entendidas dinámicamente en la conflictiva edípica. La muerte del rey es la muerte del padre, que a su vez lo es por el deseo hacia la madre, que a su vez lo es por el plus de placer que representa, placer que ya marca una dimensión psíquica en que la descarga pulsional se expresa. Pero si la pulsión nos parece anticuada podemos acudir a las relaciones de objeto, las que se dan primariamente en el seno familiar. Este “familiarismo” pasaría a ser el referente último. Este modelo, aparentemente reduccionista, y que está en la base de la praxis psicoanalítica, no clausura ni mucho menos, un conocimiento que se abre a lo social precisamente a través del concepto de sublimación, aunque éste, el placer sublimatorio siempre fue un placer de segunda categoría incapaz de competir con el placer pulsional. Pero en tanto la realidad psíquica es la realidad del psicoanálisis y no la realidad social nos encontramos con una dificultad que esta en la base de todo este problema.
La mayoría de los trabajos psicoanalíticos en que lo social es un factor presente, traumático o no, siempre se organizan en la dirección de si el psiquismo puede o no elaborar esa característica social EL reduccionismo psicoanalítico siempre se impone como referente último.
Luis, 25 años, está en su último año de carrera. Se siente muy deprimido porque una asignatura se ha convertido en un problema infranqueable. Para los demás también, me dice, y se adentra en un alegato interminable en contra del sistema: “Claro, ahora con la crisis no interesa que salgan profesionales y es mejor tenernos entretenidos en la Facultad”. Tres sesiones más tarde- o quizás cuatro- Luis ha abandonado a ese sujeto social aguerrido, o al menos reivindicativo y se encuentra hablando de los enfrentamientos con su padre, un hombre silencioso y distante –posiblemente como el psicoanalista- que cuando deja de serlo se convierte en violento y arbitrario. El sujeto psíquico, el sujeto del psicoanálisis será el protagonista en los años venideros. La pregunta ¿Qué será de ese sujeto social rebelde y reivindicativo, sobrevivirá a su paso por el análisis?
Para terminar, aceptando que el psicoanálisis se fundó y desarrolló ignorando, en parte, sus determinantes sociales, sin embargo sí es cierto que se fundó una ciencia- con todas las comillas que queramos poner- que ha permitido una práctica de la cura- más comillas- y que continua siendo una herramienta de acercamiento a los cambios sociales en su posible incidencia sobre el sujeto psíquico. “¿Son fecundos los paradigmas del psicoanálisis para los nuevos enigmas que se avecinan?”, se preguntaba Silvia Bleichmar, reflexionando sobre los cambios sociales y científicos que vivimos: el cambio de sexos, el reconocimiento del matrimonio homosexual y la adopción dentro de él, las familias monoparentales, etc., etc. Y, también la pregunta complementaria ¿es posible, para el sujeto psíquico, la integración de todos los cambios que lo social y la cultura le demanden? Quiere decirse que ese podría ser un nuevo, o no tan nuevo, lugar del psicoanalista frente a lo social: ver la incidencia que sobre el sujeto psíquico operan los cambios sociales y denunciar los que son incompatibles con su desarrollo. Una posición científica con un poquito de ideología.

Vía: Centro Psicoanalítico de Madrid.
Enlace: https://www.centropsicoanaliticomadrid.com/publicaciones/revista/numero-17/imaginario-social-y-discurso-psicoanalitico/#:~:text=%E2%80%9CEl%20imaginario%20social%20provee%20a,lo%20social%2C%20sino%20a%20la

¿Existe el amor?

Por Alberto Isaac Mendoza Torres

Hay un filósofo alemán, Markus Gabriel, que a sus 33 años – hoy tiene 37 – revolucionó el mundo, al menos el del pensamiento, al escribir un libro al que tituló “¿Por qué el mundo no existe?”. No hablaré hoy aquí de su propuesta filosófica, que dice superó a Kant. Pero usaré una de las frases que emplea para mostrar su apuesta: “el mundo no existe, pero los unicornios sí”. Yo hoy quiero proponerles que el amor no existe, los unicornios sí.

Desde luego que todo mundo habla del amor. A todos nos conflictúa pensar el amor. Y nos descoloca sentir eso que llaman amor, y que mi corazón lo sintió nomás contigo.

Søren Aabye Kierkegaard, un filósofo y teólogo danés del siglo XIX, planteaba que hay tres estadios de la existencia. En el estadio estético, la experiencia del amor es la de la seducción vana y la de la repetición. El egoísmo del goce, cuyo arquetipo es el Don Juan de Mozart. En el estadio ético, el amor es verdadero, experimenta su propia seriedad. Se trata de un compromiso eterno, dirigido hacia lo absoluto. El estadio ético puede hacer de transición hacia el estadio supremo, el estadio religioso, si el valor absoluto del compromiso está sancionado mediante el  matrimonio.

Podríamos decir que así se concebía el amor en la cultura occidental, en la que estamos inmersos. Pero qué tan lejos nos encontramos a casi dos siglos de la formulación de este concepto de existencia y de amor.

Me parece que nos encontramos, o la mayoría de la sociedad al menos, o al menos lo que logro percibir, en el primer estadio, en el estadio estético del que hace mención Kierkegaard. En ese de la seducción vana y de la repetición, del egoísmo del goce.

Entonces las parejas, cuando logran empatarse, están en la búsqueda de la repetición de la experiencia primera. Como si fuera la primera vez, resulta ser la frase más bonita de amor que hoy se puede decir. El problema es que no se puede repetir, una y otra vez. Como lo que le ocurre a Drew Barrymore, la protagonista de la película “50 First Dates”, mis primeras cincuenta citas, o como la conocimos en español: “Como si fuera la primera vez”.

Como esa experiencia primera es irrepetible, las parejas se cansan. “Es que ya no me miras como antes”. Es que ya no me besas como antes. Es que ya nada es como al principio. Me engañaste. Y entonces sobreviene la ruptura. Para qué, para seguir buscando la experiencia primera.

En esto ayuda mucho el discurso actual del desapego. Nos dicen, y vaya que vende y vaya que lo compramos, que el verdadero amor debe ser desapegado. Que está bien si en la mañana nos amamos, y por la tarde ya no. Que así debe ser, que vivas ligero. Un amor light, descafeinado.

Ojo, no pierdan de vista lo que les propuse al principio: el amor no existe, los unicornios sí.

Si le apostamos al amor del desapego. Con sólo escucharlo se me eriza la piel. Porque cómo podría ser un amor desapegado. Si justamente el mito del amor ese ese. Que una vez fuimos completos, y que por ahí debe estar nuestra media naranja, para completarnos. Pero bueno, la categoría máxima del amor, ya no es la religiosa, sino la del desapego.

Y tan desapegados estamos del amor. Que podría decirles que vivimos un amor sin cuerpo. Porque cuando amamos de verdad, ponemos el cuerpo, arriesgamos el cuerpo. Nos entregamos en cuerpo y alma. Bueno, ya no. Ahora lo hacemos por Whatsapp . Nos escribimos que nos extrañamos. Para los que todavía escriben. Porque en el mejor de los casos nos mandamos iconos, que yo sigo sin entender qué tanta emoción pueden guardar, o a qué hace referencia un círculo amarillo con tres rayas horizontales. Y cuando al fin nos vemos, no nos miramos, regresamos la vista al smartphone.

Es un amor sin cuerpo porque ahora el cuerpo está en otro lado. En Instagram, que nos ofrece filtros, y cientos de parejas bellas, que se aman. Que son felices. Corrijo, no son felices, son eufóricas. Mientras dure. Porque son desapegadas.

Cuando hablo del amor sin cuerpo, no me refiero sólo a la experiencia sexual. Porque también esa debe ser siempre la primera, la única, pero que hay que repetir. Es un amor sin cuerpo, porque el cuerpo al igual que goza, sufre. Pero ahora ponemos un círculo rojo, con tres orificios, cuando vemos que nuestra pareja le ha dado likes de más a las publicaciones de otro baboso. Y va y colocamos nuestro enojo con un meme. ¿Para qué escribir? Si al final de cuentas el amor no existe.

El amor no existe, por eso hay que hacerlo. Y el amor se hace con palabras.

 

Facebook: Alberto Isaac Mendoza Torres
Twitter: @AlbertoIMendoza
Instagram: albertoisaacmendozat

Tomado de http://diariotiempo.mx/opinion/opinion-el-amor-no-existe-los-unicornios-si-de-alberto-isaac-mendoza-torres/

El denominado Psicoanálisis Online, problemas y perspectivas

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La profesora investigadora de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ), Rosa Imelda De la Mora Espinosa, lleva a cabo la investigación “El denominado Psicoanálisis Online, problemas y perspectivas” para profundizar en la comprensión de esa práctica que recientemente comenzó también a desarrollarse a través del Internet.

El proyecto lo realiza como parte de los trabajos de la Línea de Investigación Teoría Psicoanalítica del Centro de Investigaciones Psicológicas y Educativas (CIPE) y con la colaboración de Bibiana Angélica Rangel Hernández y de Michel Oriad Valle, estudiantes del Área Básica de la Licenciatura en Psicología y de la Maestría en Psicología Clínica de esta unidad académica, respectivamente.

De la Mora, quien es miembro del Cuerpo Académico Consolidado “Psicoanálisis, Clínica y Sociedad”, explicó que el psicoanálisis es un saber creado por Sigmund Freud que permite ayudar a los pacientes a entender lo que les acontece a nivel psíquico, a través de implementar el método de asociación libre para que hablen de lo que les perturba; en el consultorio, el psicoanalista realiza una labor de escucha importante que le permite hacer intervenciones y aportar elementos que sean de utilidad para quienes recurren a él.

Esta interacción requiere, entre otros aspectos, de un ambiente de absoluta privacidad y de confianza, sostuvo la investigadora; sin embargo, señaló que en la actualidad, las nuevas tecnologías y el Internet  también han influido en la dinámica del psicoanálisis, pese a lo vulnerable que son en cuanto la privacidad.

De la Mora Espinosa refirió que, desde 1974, Jacques Lacan –otro referente teórico de este saber– advertía que instrumentos tecnológicos, a los que llamó “gadgets”, se habían convertido en elementos de la existencia humana. Hoy, consideró la universitaria, es innegable que el celular, el iPad, la computadora y el Internet, entre otros, han adquirido mayor relevancia y en algunas situaciones se han vuelto indispensables, y en prácticas como el psicoanálisis comienzan a ser recurrentes por medio de éstos.

“Primero fue a través del uso del teléfono, después del correo electrónico, luego por mensajes en el chat o WhtasApp y ahora por videollamadas de Skype o de cualquier otro programa que lo permita. El Internet es un arma de doble filo porque no podemos garantizar al cien por ciento la privacidad y confidencialidad que requiere el psicoanálisis”, dijo.

En este sentido, manifestó que si bien el psicoanálisis en línea resuelve algunos aspectos prácticos, quienes requieren y ofrecen este servicio deben tomar ciertas precauciones tales como evitar la escucha de terceros o asegurar que nadie más tenga acceso a las conversaciones.

“Lo que nosotros estamos abordando son los problemas y perspectivas de esto. Hay personas a las que les funciona de maravilla,  puede ser cómodo, pero es mucho mejor en persona porque el psicoanalista tiene más elementos para completar su labor, dado que el psicoanálisis es un saber que permite la escucha y soporte del sufrimiento psíquico y del deseo del sujeto”, indicó.

No obstante, reconoció que “a veces no hay alternativa cuando por cuestiones de enfermedad o cambios de residencia se corre el riesgo de perder el vínculo con el psicoanalista con el que se ha estado trabajando. Es una alternativa pero hay que estar claros en que en el psicoanálisis online no se tendrá la intimidad que se precisa”.

La profesora De la Mora Espinosa, también responsable de la Línea de Investigación “Teoría Psicoanalítica”, agregó que los avances de este estudio ya los ha presentado en distintos foros nacionales y extranjeros, y aseguró que  seguirán recabando información y en la búsqueda de testimonios de pacientes para concluir este proyecto.

Tomado de http://www.expressmetropolitano.com.mx/sobresale-investigacion-academica-uaq-psicoanalisis-linea/

Los enfermos mentales: el eslabón más débil de un sistema que no funciona

Los enfermos mentales: el eslabón más débil de un sistema que no funciona

María Mercedes, “la fashionista”, adora los abalorios. Los pasillos del Centro de Salud Mental Padre Billini, enclavado en Pedro Brand, dan fe de ello. Con su protagonismo compite la histriónica Lucía. En el pabellón de hombres, un sociable Rafael lee el periódico bajo el dintel del pabellón que lo confina. Sentado en silla de ruedas porque es amputado, Santiago tiene una expresión serena y los ojos de un azul sin fondo. En algún oscuro lugar, alguien está atado a los barrotes de la cama. En otro, alguien grita.

Son 103 internos, hombres y mujeres, la mayoría crónicos, y el resto ingresados en “estancia media”, que por lo general termina en permanente. Sus expedientes clínicos son un vasto catálogo de patologías dominado por la esquizofrenia y la bipolaridad. En sus historias sociales la lista de déficits enfermantes es mucho más prolija. Dos saltan a la vista: la pobreza y el abandono.

Objeto recurrente de la información periodística, el centro de salud mental –una forma políticamente correcta de nombrar la dura realidad del manicomio— es un pequeño mundo que sobrecoge y acusa. No es hoy el lugar apestoso que describen algunos reportajes hechos a la carrera del sensacionalismo. Ni centro de sevicias. Ni se camina sorteando heces y basura. Ni los pacientes andan sucios y andrajosos. Va mejorado y la demolición de ruinosos pabellones lo atestigua, como también los intentos de humanizar el entorno con murales, única nota de color en la abismal grisura de la locura. Mas continúa siendo un manicomio, y eso lo es todo.

Ahora el plan es abolirlo. Borrarlo del paisaje. Fundado el 1 de agosto de 1959 como sustituto del alojado en Nigua, que fue también cárcel de opositores a la dictadura, el “manicomio del 28” no tuvo inicialmente, quizá nunca la ha tenido, una verdadera misión rehabilitante. Cuando abrió sus puertas, a él fueron a parar junto a los enfermos mentales, los leprosos, los tuberculosos y los mendigos que afeaban la ciudad trujillista.

Desde entonces, sus avatares han sido infinitos y “el 28” ha continuado cumpliendo, con pocos cambios notorios, la función aniquilante de almacén de locos. Tanta ha sido su resistencia que ha resistido incluso, durante nueve años, la aplicación de la Ley sobre Salud Mental, promulgada en febrero de 2006.

“La cenicienta histórica de la salud pública ha sido la salud mental”, dice categórico el doctor Ángel Almánzar. Las razones de que así haya sido remiten a un inercial descuido del sistema provocado por la falta de voluntad política y la casi nula disponibilidad de recursos.

Director de la Unidad de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública, Almánzar avanza de puntillas por el minado terreno de la admisión de culpas. Pero el desastre es obvio y no admite circunloquios. Si la salud mental ha sido la preterida del sistema, como afirma, obedece a la renuencia a encarar el elevado costo de los servicios y a la irresponsable ceguera frente a un problema de dimensiones casi catastróficas.

Pongámoslo de este modo para entenderlo: si de cada cien dominicanos y dominicanas veinte sufren algún grado de depresión, si el uno por ciento padece esquizofrenia y los trastornos del sueño y su correlato de ansiedad crecen como la verdolaga, es forzoso admitir una verdad de Perogrullo: la dominicana es una sociedad peligrosamente enferma.

En carta que resulta una apasionada defensa de la locura, el poeta, ensayista y actor francés Antonin Artaud escribía en 1941 a “todos los directores de asilos de locos”, en uno de los cuales se hallaba, que “los locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social”. En nombre de esa individualidad enrostraba a las autoridades manicomiales que no entraba en “las facultades de la ley el condenar a encierro a todos aquellos que piensan y obran”.

Han pasado más de setenta años desde la muy célebre carta de Artaud, y es solo ahora cuando, guardando la distancia, en la República Dominicana se plantea terminar con el encierro carcelario del “loco”. Por lo menos así está inscrito en la llamada Estrategia para la ampliación de la cobertura de los servicios de salud mental, presentada hace apenas unas semanas por el Ministerio de Salud Pública. El hospital psiquiátrico tal y como se conoce hoy, será cerrado.

Bien provisto de documentos, Almánzar describe los objetivos perseguidos: un mayor número de unidades de intervención en crisis (UIC) y remodelación de las existentes; crear condiciones de ingreso de enfermos mentales en los hospitales con servicios psiquiátricos; conversión del manicomio en residencia para enfermos crónicos abandonados; crear centros de salud mental comunitaria; capacitar en salud mental a personal del área e instaurar un sistema de monitoreo y evaluación. Y claro, apuntalar el trabajo psicosocial e involucrar a las comunidades en la aplicación de la estrategia.

Pero hay quienes recelan de que sea verdad tanta belleza. Entre ellos el médico psiquiatra Hamlet Montero, jefe del Departamento de Salud Mental del Hospital Vinicio Calventi, quien, día tras día, debe vérselas con los enfermos que acuden o son llevados forzosamente a consulta.

Montero no duda de las buenas intenciones de las autoridades de Salud Pública, pero desconfía de los resultados y le irritan la improvisación del proceso estratégico y su colindancia con el autoritarismo. “Tenemos que ver –dice– qué vamos a hacer con el sistema en general, porque tenemos una mezcla diversa de pacientes”. En lenguaje que pasma al lego, Montero cita tres grandes grupos que demandan intervenciones diferenciadas: los que sufren de discapacidad intelectual, los trastornados y los dementes. Imposible meterlos a todos en el saco de las mismas respuestas terapéuticas.

No se trata pues de cuestiones meramente operativas. De levantar edificios que engrosen el material propagandístico. Está la institucionalidad y están también los derechos que consagra la ley a los enfermos mentales. Una ley que, según Montero, parece sueca de tan perfecta, pero que igual obliga a los dominicanos a respetar sus contenidos. Y precisamente por esto último, cerrar el Psiquiátrico Padre Billini, como lo propone la Estrategia, no le parece razonable.

“Manicomio es una palabra terrible –aduce— pero sigue siendo el lugar de investigación. Abolir el Psiquiátrico no es la salida porque necesitamos un espacio para seguir investigando y comprender ciertas cosas”. Y porque, asimismo, el enfermo necesita de un lugar en donde pueda permanecer cuando a su deterioro se agrega la desolación del abandono.

Además, Montero esgrime una visión conceptual que implica una suerte de descolonización del conocimiento psiquiátrico. Pese a la pequeñez del país, el cómo se manifiestan las enfermedades mentales de una región a otra no es unívoco, ni siquiera en las formas que utiliza el lenguaje coloquial para nombrarlas. Agréguele el sincretismo religioso de las provincias fronterizas y verá por qué la teoría diagnóstica y terapéutica norteamericana, que es el referente local, sirve para tan poco en la realidad de esa media isla.

Los enfermos mentales: el eslabón más débil de un sistema que no funciona

Los enfermos mentales: el eslabón más débil de un sistema que no funciona

Si Almánzar hubiera estado frente a su colega, de seguro frunciría el entrecejo. Él también habla de derechos y afirma que mantener a los pacientes en las condiciones propias de un manicomio –en este caso el dominicano— los despoja de su dignidad y los cronifica de manera irremediable. De ahí la propuesta, y la determinación, de crear unidades de intervención en crisis en todas las regiones sanitarias e ingresar en los hospitales, por un tiempo clínicamente prudente, a pesar de la resistencia de algunos psiquiatras del sistema.

En el afuera de las discrepancias, la afirmación de Almánzar sobre la intransigencia médica desconcierta y más aún lo hacen los atribuidos motivos: la generalidad no quiere las UIC en los hospitales porque un paciente con trastorno mental “es incómodo, potencialmente agresivo y porque es de difícil contención. Se quiere lo más fácil, violentando derechos”.

“¿Qué queremos? Que todos los hospitales abran las puertas a las personas con enfermedades mentales. Por ejemplo, muchos psiquiatras condicionan la aceptación de las UIC a que se les provean aparatos electroconvulsivos. Los vamos a complacer porque tienen razón. La calidad de la atención llevó a muchos pacientes a un deterioro tal que sin estos aparatos no salen de la crisis. Ahí todos somos culpables”, insiste Almánzar.

Dice terapia electroconvulsiva y está hablando (están hablando todos) de electrochoque, usado para normalizar (¿normatizar?) a los pacientes resistentes a los fármacos y otro tipo de intervenciones. Una terapia polémica que recuerda la picana eléctrica aplicada a los torturados.

Pero no solo electrochoques. Montero propugna una suerte de colaboración institucional con el hipertecnologizado Cecanot, que opera “una unidad de cirugía interesantísima” ¿Propósito? Poder realizar neurocirugías, ahora “muy seguras”, a aquellos pacientes en los que han fracasado otras terapias, incluido el electrochoque. “Son medidas extremas, pero necesarias”, sentencia.

María Mercedes, “la fashionista” dice ser también psiquiatra. La graduaron sus años de reclusión. Enfundada en unos apretados yines y calzando botas de caña alta y tacón infinito, habla con igual vehemencia de diseñadores y fármacos. De moda y enfermedades. Trueca hacer fotos de sus manos enjoyadas por “una cooperación” monetaria. En el oscuro pabellón de mujeres donde ahora se mezclan las crónicas y las no tanto, ella impone su estilo.

A ella, o a Lucía, que escribe poemas y fábulas y los repite sin el más mínimo tropiezo, la que ha actuado en obras de teatro montadas por la dirección del hospital y se lamenta de haber perdido su “suite” jugando en un casino, habría que preguntarles si acaso los defensores y contradictores del modelo en discusión han tomado sus opiniones en cuenta. Porque las tienen, pese a que la psiquiatría todavía les concede escasísimas oportunidades de ser algo más que locos y locas. Es decir, no personas.

Los enfermos mentales: el eslabón más débil de un sistema que no funciona

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Los enfermos mentales: el eslabón más débil de un sistema que no funciona

Habría que preguntar igualmente a Dulce quien, juntas las manos sobre el regazo, acaricia el sueño interminable de regresar al Perú, de donde dice que llegó un día muy joven con la encomienda de una gran empresa. Anciana ya, nadie conoce su verdadero nombre, ni su real procedencia, ni la edad, ni qué día de qué año entró al pabellón-celda donde la blancura de su piel se hace cada vez más intensa, más lechosa.

En el ahora llamado Centro de Salud Mental Padre Billini, las obras de renovación física avanzan. Los obreros abren zanjas para colocar tuberías, puertas para comunicar con los patios; derriban árboles para agregar metros cuadrados a los pabellones de la futura residencia. Pero todavía persiste el intenso olor que te golpea cuando traspones el umbral. Un olor que habla de aislamiento y soledades. Es olor a manicomio, que no es igual a ningún otro, dice Fernando Ceballos.

El seco tun-tun de las mandarrias anuncia una promesa. Pero aún nadie sabe a ciencia cierta qué habrá nacido cuando dejen de retumbar. Solo es obvio que derribar la infraestructura es parte importante de la nueva y más vasta estrategia en salud mental y que es motivo de desacuerdo entre quienes, desde el funcionariado y la práctica médica, dicen –¿sólo dicen?— querer evitar que la débil soga de las políticas públicas continúe cediendo en disfavor de los más pobres.

Fuente: Diario Libre / Por: MARGARITA CORDERO

Los amores posmodernos son superficiales, rápidos e intensos

Por Coral Herrera Gómez

El amor en la posmodernidad es una utopía colectiva que se expresa en y sobre los cuerpos y los sentimientos de las personas, y que, lejos de ser un instrumento de liberación colectiva, sirve como anestesiante social.

El amor hoy es un producto cultural de consumo que calma la sed de emociones y entretiene a las audiencias. Alrededor del amor ha surgido toda una industria y un estilo de vida que fomenta lo que H.D. Lawrence llamó “egoísmo a dúo”, una forma de relación basada en la dependencia, la búsqueda de seguridad, necesidad del otro, la renuncia a la interdependencia personal, la ausencia de libertad, celos, rutina, adscripción irreflexiva a las convenciones sociales, el enclaustramiento mutuo…

Este enclaustramiento de parejas propicia el conformismo, el viraje ideológico a posiciones más conservadoras, la despolitización y el vaciamiento del espacio social, con notables consecuencias para las democracias occidentales y para la vida de las personas. Las redes de cooperación y ayuda entre los grupos se han debilitado o han desaparecido como consecuencia del individualismo y ha aumentado el número de hogares monoparentales. La gente dispone de poco tiempo de ocio para crear redes sociales en la calle, y el anonimato es el modus vivendi de la ciudad: un caldo de cultivo, pues, ideal para las uniones de dos en dos (a ser posible monogámicas y heterosexuales).

De este modo, nos atrevemos a afirmar que los modelos de relación erótica y amorosa de la cultura de masas están basadas en la ideología del “sálvese quién pueda”. Mucha gente se queja de que los amores posmodernos son superficiales, rápidos e intensos, como la vida en las grandes urbes. Es cada vez más común el enamoramiento fugaz, y pareciera que las personas, más que lograr la fusión, lo que hacen es “chocar” entre sí.

Creo, coincidiendo con Erich Fromm, que a pesar de que el anhelo de enamorarse es muy común, en realidad el amor es un fenómeno relativamente poco frecuente en nuestras sociedades actuales: “La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad actual”. Y lo es porque el amor requiere grandes dosis de apertura de uno mismo, de entrega, generosidad, sinceridad, comunicación, honestidad, capacidad de altruismo, que chocan con la realidad de las relaciones entre los hombres y las mujeres posmodernas.

Por eso creo que el amor, más que una realidad, es una utopía emocional de un mundo hambriento de emociones fuertes e intensas. En la posmodernidad existe un deseo de permanecer entretenido continuamente; probablemente la vida tediosa y mecanizada exacerba estas necesidades evasivas y escapistas. Esta utopía emocional individualizada surge además en lo que Lasch denomina la era del narcisismo; en ella las relaciones se basan en el egoísmo y el egocentrismo del individuo.

Las relaciones superficiales que establecen a menudo las personas se basan en una idealización del otro que luego se diluye como un espejismo. En realidad, las personas a menudo no aman a la otra persona por como es, en toda su complejidad, con sus defectos y virtudes, sino más bien por cómo querría que fuese. El amor es así un fenómeno de idealización de la otra persona que conlleva una frustración; cuanto mayores son las expectativas, más grande es el desencanto.

El amor romántico se adapta al individualismo porque no incluye a terceros, ni a grupos, se contempla siempre en uniones de dos personas que se bastan y se sobran para hacerse felices el uno al otro. Esto es bueno para que la democracia y el capitalismo se perpetúen, porque de algún modo se evitan movimientos sociales amorosos de carácter masivo que podrían desestabilizar el statu quo. Por esto en los medios de comunicación de masas, en la publicidad, en la ficción y en la información nunca se habla de un “nosotros” colectivo, sino de un “tú y yo para siempre”. El amor se canaliza hacia la individualidad porque, como bien sabe el poder, es una fuerza energética muy poderosa. Jesús y Gandhi expandieron la idea del amor como modo de relacionarse con la naturaleza, con las personas y las cosas, y tuvieron que sufrir las consecuencias de la represión que el poder ejerció sobre ellos.

El amor constituye una realidad utópica porque choca con la realidad del día a día, normalmente monótona y rutinaria para la mayor parte de la Humanidad. Las industrias culturales actuales ofrecen una cantidad inmensa de realidades paralelas en forma de narraciones a un público hambriento de emociones que demanda intensidad, sueños, distracción y entretenimiento. Las idealizaciones amorosas, en forma de novela, obra de teatro, soap opera, reality show, concurso, canciones, etc. son un modo de evasión y una vía para trascender la realidad porque se sitúa como por encima de ella, o más bien porque actúa de trasfondo, distorsionando, enriqueciendo, transformando la realidad cotidiana.

Necesitamos enamorarnos del mismo modo que necesitamos rezar, leer, bailar, navegar, ver una película o jugar durante horas: porque necesitamos trascender nuestro “aquí y ahora”, y este proceso en ocasiones es adictivo. Fusionar nuestra realidad con la realidad de otra persona es un proceso fascinante o, en términos narrativos, maravilloso, porque se unen dos biografías que hasta entonces habían vivido separadas, y se desea que esa unión sitúe a los enamorados en una realidad idealizada, situada más allá de la realidad propiamente dicha, y alejada de la contingencia. Por eso el amor es para los enamorados como una isla o una burbuja, un refugio o un lugar exótico, una droga, una fiesta, una película o un paraíso: siempre se narran las historias amorosas como situadas en lugares excepcionales, en contextos especiales, como suspendidas en el espacio y el tiempo. El amor en este sentido se vive como algo extraordinario, un suceso excepcional que cambia mágicamente la relación de las personas con su entorno y consigo mismas.

Sin embargo, este choque entre el amor ideal y la realidad pura se vive, a menudo, como una tragedia. Las expectativas y la idealización de una persona o del sentimiento amoroso son fuente de un sufrimiento excepcional para el ser humano, porque la realidad frente a la mitificación genera frustración y dolor. Y, como admite Freud (1970), “jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor”.

Quizás la característica más importante de esta utopía emocional reside en que atenúa la angustia existencial, porque en la posmodernidad la libertad da miedo, el sentido se ha derrumbado, las verdades se fragmentan, y todo se relativiza. Mientras decaen los grandes sistemas religiosos y los bloques ideológicos como el anarquismo y el comunismo, el amor, en cambio, se ha erigido en una solución total al problema de la existencia, el vacío y la falta de sentido.

Otro rasgo del amor romántico en la actualidad es que en él confluyen las dos grandes contradicciones de los urbanitas posmodernos: queremos ser libres y autónomos, pero precisamos del cariño, el afecto y la ayuda de los demás. El ser humano necesita relacionarse sexual y afectivamente con sus semejantes, pero también anhela la libertad, así que la contradicción es continua, y responde a lo que he denominado la insatisfacción permanente, un estado de inconformismo continuo por el que no valoramos lo que tenemos, y deseamos siempre lo que no tenemos, de manera que nunca estamos satisfechos. A los seres humanos nos cuesta hacernos a la idea de que no se puede tener todo a la vez, pero lo queremos todo y ya: seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y rutina.

La insatisfacción permanente es un proceso que nos hace vivir la vida en el futuro, y no nos permite disfrutar del presente; en él se aúna esa contradicción entre idealización y desencanto que se da en el amor posmoderno, porque la nota común es desear a la amada o el amado inaccesible, y no poder corresponder a los que nos aman. La clave está en el deseo, que muere con su realización y se mantiene vivo con la imposibilidad.

Si la primera contradicción amorosa posmoderna reside fundamentalmente en el deseo de libertad y de exclusividad, la segunda reside en la ansiada igualdad entre mujeres y hombres. Por un lado, la revolución feminista de los 70 logró importantes avances en el ámbito político, económico y social; por otro, podemos afirmar que el patriarcado aún goza de buena salud en su dimensión simbólica y emocional.

En algunos países las leyes han logrado llevar las reivindicaciones de los feminismos a la realidad social, pese a que la crisis económica nos aleja aún más de la paridad y la igualdad de mujeres y hombres en el seno de las democracias occidentales. Además de esta ansiada igualdad legal, política y económica, tenemos que empezar a trabajar también el mundo de las emociones y los sentimientos. El patriarcado se arraiga aún con fuerza en nuestra cultura, porque los cuentos que nos cuentan son los de siempre, con ligeras variaciones. Las representaciones simbólicas siguen impregnadas de estereotipos que no liberan a las personas, sino que las constriñen; los modelos que nos ofrecen siguen siendo desiguales, diferentes y complementarios, y nos seguimos tragando el mito de la media naranja y el de la eternidad del amor romántico, que se ha convertido en una utopía emocional colectiva impregnada de mitos patriarcales.

Algunos de ellos siguen presentes en nuestras estructuras emocionales, configuran nuestras metas y anhelos, seguimos idealizando y decepcionándonos, y mientras los relatos siguen reproduciendo el mito de la princesa en su castillo (la mujer buena, la madre, la santa,) y el mito del príncipe azul (valiente a la vez que romántico, poderoso a la par que tierno). Muchos hombres han sufrido por no poder amar a mujeres poderosas; sencillamente porque no encajan en el mito de la princesa sumisa y porque esto conlleva un miedo profundo a ser traicionados, absorbidos, dominados o abandonados.Los mitos femeninos han sido dañinos para los hombres porque al dividir a las mujeres en dos grupos (las buenas y las malas), perpetúan la deigualdad y el miedo que los hombres sienten hacia las mujeres. Este miedo aumenta su necesidad de dominarlas; el imaginario colectivo está repleto de mujeres pecadoras y desobedientes (Eva, Lilith, Pandora), mujeres poderosas y temibles (Carmen, Salomé, Lulú), perversas o demoníacas (las harpías, las amazonas, las gorgonas, las parcas, las moiras).

Paralelamente, multitud de mujeres han besado sapos con la esperanza de hallar al hombre perfecto: sano, joven, sexualmente potente, tierno, guapo, inteligente, sensible, viril, culto, y rico en recursos de todo tipo. El príncipe azul es un mito que ha aumentado la sujeción de la mujer al varón, al poner en otra persona las manos de su destino vital. Este héroe ha distorsionado la imagen masculina, engrandeciéndola, y creando innumerables frustraciones en las mujeres. El príncipe azul, cuando aparece, conlleva otro mito pernicioso: el amor verdadero junto al hombre ideal que las haga felices.

Pese a estos sueños de armonía y felicidad eterna, las luchas de poder entre hombres y mujeres siguen siendo el principal escollo a la hora de relacionarse libre e igualitariamente en nuestras sociedades posmodernas; por ello es necesario  seguir luchando por la igualdad, derribar estereotipos, destrozar los modelos tradicionales, subvertir los roles, inventarnos otros cuentos y aprender a querernos más allá de las etiquetas.

 

Fuente: http://www.entretantomagazine.com/2012/10/21/el-amor-romantico-como-utopia-emocional-de-la-posmodernidad/